Una imagen perdida: las posadas
Por: Ciro Bianchi.
Un singular centro recreativo-cultural abrió sus puertas en La Habana hace pocos meses. Se ubica en la calle 17 esquina a 6, en el Vedado, a menos de cien pasos de la estatua de John Lennon que el artista cubano José Villa Soberón emplazó en uno de los bancos del parque que durante muchísimo tiempo llevó el nombre del mayor general Mario García Menocal, por el busto de ese militar y político cubano, tercer presidente de la República, que allí se exponía.
El centro en cuestión lleva el nombre de El Submarino Amarillo. Por un momento, sus creadores pensaron llamarlo The Beatles, el grupo musical británico que en la década de los 60 revolucionó la música rock y pop, pero dicho nombre les pareció demasiado pretencioso, por lo que se decidieron por uno más modesto, pero igualmente significativo, ese de El Submarino Amarillo, que, tanto en inglés como en español, se reconoce de inmediato como un clásico dentro del repertorio de la banda aludida.
A ese criterio se unió el hecho de que El submarino amarillo es un canto a la amistad. Así se evidencia en la obra de The Beatles y, a partir de esta, en carteles, comics, cubiertas de discos… que transmiten mensajes de paz y amor.
Hay algo más, pero los promotores del centro no lo tuvieron en cuenta, quizá porque lo del patio tiende siempre a olvidarse o pasarse por alto. Cuando la narrativa cubana languidecía en los años 80, un libro de cuentos de José Ramón Fajardo, galardonado con el Premio David para escritores jóvenes, vino a devolverle su vitalidad y fuerza y rescató de paso la confianza de los cubanos en su literatura. El libro de José Ramón Fajardo se tituló El submarino amarillo, y marcó para los jóvenes una nueva manera de escribir; tanta, que años más tarde Leonardo Padura, al compilar la nueva narrativa cubana, titulaba a su antología Nosotros, los del submarino amarillo. Todos, de una manera o de otra, habían sentido el influjo de esa melodía.
Los que conocen La Habana saben, sobre todo si hacen vida nocturna, que en ese sótano de 17 esquina a 6, en el Vedado, estuvo el club Atelier, el primer piano bar, digámoslo de paso, que existió en la capital cubana. Esta es su historia, como me la contó Mario Álvarez Crespo, trabajador ahora del ICRT y que durante un tiempo produjo y dirigió espectáculos en dicho club.
Corre el año de 1950. La ex bailarina Silvia Medina de Goudie, propietaria entonces de una casa de modas sita en Línea y A y animadora de un programa sobre trapos y lentejuelas en la TV, decide crear, de acuerdo con su prima Magali Acosta, una academia de baile que instalan en el sótano de 17 y 6, donde Silvia impartiría ballet clásico, y Magali, bailes españoles. El centro se llamaría Atelier, como una forma de beneficiarse de la fama de Silvia en el mundo de la moda.
Progresó la academia de Silvia y Magali, creció el número de sus alumnos y luego de algunas presentaciones en el teatro Rodi, hoy Mella, buscaron y hallaron un local más amplio y acorde con sus propósitos en la esquina de F y 11, también en el Vedado. Un pianista y cantante rumano avecindado en La Habana alquiló entonces el sótano de 17 y 6 y lo convirtió en un centro nocturno al que, por razones obvias, le mantuvo el nombre de Atelier.
Afirma el investigador Mario Álvarez Crespo que Dan Sima, que era el nombre artístico del pianista y cantante rumano, tuvo en el Atelier un éxito arrollador y poco después abría en la zona de la Rampa otro centro nocturno, Habana 1900, un nombre imprescindible en el jazz cubano. Triunfa la Revolución en 1959 y Sima, que había visto ya el socialismo en su país, no esperó volver a verlo en Cuba. Sin pensarlo mucho vendió el negocio y no paró hasta Australia, mientras que el club Atelier, con altas y bajas, seguía «haciendo la noche a la medida», como dice Crespo Álvarez, hasta convertirse en El Submarino Amarillo, un centro recreativo-cultural abierto con una propuesta, en moneda nacional, que contempla el disfrute de canciones y audiovisuales de The Beatles y agrupaciones destacadas en el pop y el rock, y de las presentaciones de grupos musicales en vivo con los que los asistentes pueden interactuar.
Por el Atelier pasaron, recuerda Crespo Álvarez, intérpretes como Luis Bravo, José Antonio Méndez, Beatriz Márquez, Manolo del Valle, Orestes Macías, Soledad Delgado y muchos otros.
Como me lo contaron
Refiere el amigo Crespo en su relato que al fondo del Atelier existía una habitación misteriosa y reservada para los muy amigos de la casa y a la que se accedía desde el mismo club. Allí, pudo averiguar, se jugaba al prohibido, y hubo etapas en las que funcionó como lugar de citas amorosas. Nada extraño, porque en La Habana de ayer, no solo instalaciones de ese tipo, sino también casas de modas y salas cinematográficas prestaban, con mucha discreción, ese tipo de servicio. Bastaba con correr una cortina o atravesar determinada puerta para pasar de la penumbra de un cine o del mundo exquisito de los últimos trapos traídos de París al lugar donde, con más o menos lujos, una respetable dama se entretenía en arañarle la pintura a su no menos respetable esposo. Habitaciones esas que, por lo común, tenían salida a una calle aledaña.
Y esto que añadiré ahora pueden creerlo o no. Yo al menos, y lo digo sin reserva, lo pongo en duda. Un lector que firma solo como Juan, así, sin apellidos, me dice que tales habitaciones existían hasta en algunas funerarias. Y agrega: «Caballero, por ejemplo, decía que a él los vivos le producían más dinero que los muertos».
La funeraria Caballero, sin duda alguna la más lujosa de Cuba, se hallaba en el edificio de 23 esquina a M, en el Vedado, donde desde hace años están instalados los estudios de animación de la televisión cubana. Fue fundada en 1857 con el nombre de Casa de la calle Concordia, por el lugar donde estaba emplazada, y fue a comienzos de la década de los 40 del pasado siglo cuando la trasladaron al Vedado. Más exactamente aún: a una Rampa que todavía no lo era, porque demoraría todavía algunos años para que se le diera tal nombre a ese pedazo de la avenida 23 que corre entre L e Infanta.
Ese establecimiento fúnebre era extremadamente caro y ofrecía un servicio tradicional de excelencia y eficacia. Contaba con nueve capillas en su moderno edificio y cada una de estas disponía de teléfono directo. Tenía asimismo parqueo privado, con bombas de gasolina incluidas —parqueo que ocupaba el sitio donde ahora están los artesanos— y una piquera de Cadillac para dar respuesta a todos los requerimientos. Una cafetería en la planta baja, y, por supuesto, cómodos elevadores y servicio de aire acondicionado en todo el edificio.
A esto, añade mi corresponsal, se sumaba un discreto espacio en la última planta que servía de nido de amor a políticos, empresarios y hombres de negocios que debían acudir a algún funeral y que, como estaban en el secreto y tenían dinero suficiente para pagar el servicio, citaban a su amante y aprovechaban el momento para mantener su encuentro amoroso. Nadie era capaz de sospechar que algo así pudiera suceder en una casa mortuoria
Villa Mantilla, Almendra, La Campiña
Posada es sinónimo de mesón, de hotel. Es una casa pública donde se da alojamiento y comida. Casa de huéspedes. Fonda.
En la Cuba de ayer una posada era algo más que eso. U otra cosa. Era el sitio que, a falta de algo mejor, una pareja alquilaba para disfrutar de un rato de intimidad. Ese rato era siempre de tres horas y tenía un precio convencional, aunque la pareja abandonara antes el campo. Transcurrido ese tiempo, el posadero, mediante unos golpes más o menos discretos en la puerta de la habitación, indicaba a los amantes que su tiempo había caducado. Si la pareja decidía proseguir el romance, abonaba la diferencia al final de la jornada. El primer establecimiento de este tipo que hubo en Cuba, asegura el doctor Juan de las Cuevas, se llamó Carabanchel y se ubicaba en San Miguel y Consulado, a fines del siglo XIX. Un edificio de tres pisos, con 22 habitaciones y apartamentos con entrada independiente desde la calle.
Aunque había en La Habana posadas para todos los bolsillos —la de Once esquina a 24 era la de los estudiantes— todas disponían de cantina y de un servicio de comida ligera y algunas daban servicio en las habitaciones. En todas se cumplía el mismo ritual: mientras el hombre hacía el trámite en la carpeta, la mujer, cabizbaja, se mantenía relegada al fondo del salón. Algunas posadas disponían de parqueo interior y todo era más fácil. Otras eran hoteles venidos a menos, como el Venus, en la calle Agramonte, y el Estrella, en la calle del mismo nombre, en La Habana, mientras que otras, como Las Casitas de Ayestaran, provocaban en el cliente la ilusión de que entraba en casa propia, pues en la recepción le entregaban la llave del espacio alquilado cuyo número debía buscar entonces la pareja a lo largo de la calle. La fachada de Las Dos Palmas, en la Avenida de Acosta, en Lawton, cerca de la 12ª Estación de Policía, estaba dotada de un paredón imponente que impedía cualquier visión hacia el interior. Otras como las que se ubicaban en la carretera Monumental regalaban la sensación de la excursión campestre. Pero ¡cuidado! No pocas de esas posadas contaban en sus habitaciones con lo que se llamaba audio y video, no porque tuvieran instalados televisores o algún que otro equipo de música, sino por los agujeros que permitían el rascabucheo desde la habitación vecina, casi siempre a través de las tomas de la electricidad.
Mi amigo Álvaro Salvatierra, un gallego a quien conocí cuando yo tendría unos 20 años y él doblaba ya el tormentoso cabo de los 70, me decía que no había negocios más seguros en el mundo que los de las funerarias y las posadas. Él había sido dueño de uno de estos establecimientos y precisaba que, en cualquier época, ya fuera de esplendor económico o de crisis, siempre habría gente que quisiera amarse y gente que no iba a dejar de morirse, por lo que las entradas estaban garantizadas.
Después de 1959 y hasta 1968, cuando la llamada ofensiva revolucionaria eliminó los negocios particulares y la pequeña empresa privada todavía existente, las posadas pasaron a llamarse albergues. Como las regenteaba el Instituto Nacional de la Industria Turística, la gente les puso el apellido: INIT. Albergue INIT. En el Directorio Telefónico de La Habana, correspondiente a 1973 —el más antiguo que tengo en mi archivo— aparecen registrados 60 albergues. En el Directorio del 79, son 53, y 30 en el de 1989. Eran 28, en el 98; y 27, en el 99.
Se fueron deteriorando con los años. No hubo posibilidad de mantenimiento para las edificaciones dañadas, ni pintura; el material gastable se gastó de verdad y se quebraron las redes hidrosanitarias. Algunas de esas edificaciones se transformaron en viviendas para damnificados por desastres naturales. Como su número se reducía con los años, las colas para acceder a las que quedaban abiertas se hacían interminables y no era raro que la gente acudiera a la posada con su sábana y botellas de agua en ristre para suplir la carencia del líquido.
Desconozco cuántas de aquellas posadas quedarán ahora. De todas formas, vienen a la mente estos nombres de la nostalgia: Villa Mantilla, Villa Cándida, La Granja, La Campiña, Cancán, Isla de Chipre, Almendra…
NOTA EDITORIAL
Esta crónica de Ciro Bianchi apareció publicada en Juventud Rebelde el sábado 9 de julio de 2011.