Tacón y la bella tabaquera

Tacón y la bella tabaquera

Por: Ciro Bianchi.

No solo las telenovelas tienen finales felices. Lo tienen también las leyendas. Lo tiene al menos la del botero, el conde y la bella tabaquera, que, bajo el título de ʺEl juicio del general Tacónʺ, el pintor inglés Walter Goodman incluye en su libro La perla de las Antillas; Un artista en Cuba.

El texto fue publicado originalmente en 1873 y ha tenido tres ediciones en la Isla, la más reciente en 2015 con el sello de la Editorial Oriente, de Santiago de Cuba, enriquecida con el prólogo y las notas de la historiadora Olga Portuondo y un anexo del coleccionista e investigador Emilio Cueto, cubano residente en Estados Unidos.

Goodman nació en Londres en 1838 y falleció en la misma ciudad en 1912. Residió entre mayo de 1864 y noviembre de 1868 en la mencionada ciudad oriental, oportunidad que aprovechó para acopiar la información que le permitiría escribir un libro calificado por la crítica de excepcional. Vivencias que constituyen en su expresión romántica, escribe Olga Portuondo, el mejor legado de este pintor judío al acervo cultural de nuestro pueblo.

Apunta la destacada historiadora: «En su literatura testimonial, Goodman ha sido capaz de transmitir muchos matices espirituales del cubano y recrear las circunstancias que lo cautivaron en el Santiago de Cuba de aquellos años. Logra captar la exuberancia del paisaje, identificarse con nuestra idiosincrasia y razonar, lógicamente, el rechazo del criollo al despotismo español y las causas que lo motivaban a buscar su autodeterminación».

Añade la Doctora Portuondo: «Este es un libro excepcional por la sencillez expositiva, la gracia y la sinceridad con que se aprecia la concurrencia de blancos y negros en esa sociedad urbana discriminadora, donde se evidencia, sin embargo, la indispensable relación entre ambos estamentos».

Vestido de cura

No es propósito del escribidor agotar el libro de Goodman en todas sus facetas, sino recrear uno de sus pasajes, aquel que en el 10mo. capítulo de la obra califica como «una novela de la vida real».

Es la historia de Miralda Estález, una agraciada habanera de 16 años de edad, huérfana y sin hermanos, que atendía un expendio de tabacos en la calle Mercaderes. Una muchacha que alcanzaba ya la plena madurez de mujer y no sucumbía a las tentaciones que se le presentaban. Un joven botero de la bahía, Pedro Mantanez, estaba profundamente enamorado de Miralda y a ella no le era indiferente el sujeto, a quien prometió aceptar en matrimonio. Todo iba bien hasta que a Pedro le salió un rival: el conde Almante, oficial del ejército español, arrogante y rico, que se las daba de irresistible.

Almante comenzó a asediar a la muchacha, quien permanecía indiferente a sus lisonjas. Le ofreció todo el dinero del mundo si se iba con él a su casona en la barriada del Cerro. Como nada conseguía, una noche se empeñó en tomarla por la fuerza, pero ella, puñal en mano, lo puso a raya y él simuló que todo había sido un juego.

Pedro, enterado, quiso tomar cartas en el asunto, pero ella lo disuadió, convencida de que Almante se había dado por vencido. Nada de eso. El conde había decidido tomar venganza y un piquete de soldados arrestó a Miralda en su tabaquería. Fue un secuestro: la condujeron al palacete del conde. Allí, en la lujosa habitación donde la encerraron, Almante usó de todas sus artes para vencerla y ella quiso ahuyentarlo con el pequeño puñal que llevaba oculto entre los pliegues de su falda, pero él, indiferente a la amenaza, aseguró que esa noche la haría suya por las buenas o las malas.

Habría cumplido su propósito si no es que la tabaquerita prometió entregársele, solo que para hacerlo necesitaba del plazo de una semana para pensar en las proposiciones del conde. Mordió este el anzuelo, y ella respiró confiada en que el novio averiguaría su paradero y acudiría a buscarla. Así sucedió. Pedro, disfrazado de cura, penetró en el palacete del conde y prometió liberarla.

Pedro apela a Tacón

Pidió Pedro audiencia al general Miguel Tacón. Inquirió el Gobernador si Miralda era su hermana o esposa, y el botero, de rodillas ante un crucifijo, juró que era su novia y que se hallaban prometidos el uno al otro. Ordenó el Capitán General que aguardase en una habitación contigua e hizo traer a su presencia a Miralda y al conde que, para ganar la indulgencia de su interlocutor, comentó que un asunto de esa naturaleza no merecía ocupar la atención del Gobernador General de la colonia. Tal vez sí y tal vez no, dijo Tacón y preguntó si había forzado de alguna manera a la muchacha. No, y no será menester hacerlo, aseguró el conde. ¿Es vuestra la muchacha?, inquirió el gobernante. No hasta ahora, pero prometió serlo. Tacón miró por primera vez a Miralda y le preguntó la verdad de esa promesa. Solo la hice para librarme de la violencia con que me amenazaba. ¿Lo juras? Lo juro.

Pidió el Gobernador a un asistente que buscase a un sacerdote y ya con este en su despacho dispuso el matrimonio de Miralda con Almante, que quedó estupefacto, pues pensó que los desposados serían Miralda y Pedro. Se entronizó el caos. El conde recordó a Tacón su noble cuna. Pedro, desalentado al verse violentado en sus sentimientos más hondos, apeló a la benevolencia del gobernante. Miralda, atónita y enmudecida, confiaba sin embargo en la sabiduría del general. Nada. La tabaquerita y el conde quedaron unidos en matrimonio.

Mandó Tacón que bajo escolta Almante fuera conducido a su casona del Cerro, mientras Miralda y Pedro esperaban. Una hora después se supo en palacio la noticia. El conde Almante había muerto de nueve balazos en la esquina de su residencia. Tacón pidió entonces que su muerte se divulgara por toda la ciudad y que se corriesen los trámites necesarios para que el título y los bienes del difunto fueran heredados por su desconsolada viuda que, trascurrido el tiempo aconsejado por la decencia, contraería matrimonio con Pedro el botero.

Trama disparatada

Emilio Cueto, que además de investigador y coleccionista de cosas cubanas es abogado, analiza esta historia y advierte sus disparates. No le parece probable que un humilde botero sea recibido por el Capitán General en persona, y estima risible que a un secuestrado se le conceda por parte de su secuestrador una semana para que reflexione. No puede un gobernante por poderoso que sea disponer el casamiento de nadie y mucho menos si uno de los contrayentes no lo desea, y mucho menos disponer la ejecución de una persona sin mediar un proceso judicial. Algo más. Cueto buscó en la prensa periódica cubana de los años del mando de Tacón (1834-38) una causa judicial que pudiese haber servido de base a esta historia. Sin éxito. Nada encontró que se le pareciera.

Goodman dice haberla escuchado de un militar español con quien se trasladaba desde La Socapa a Santiago. Militar que, por cierto, pondera el sentido de la justicia de un hombre como Miguel Tacón, que pese a lo mucho que desde el punto de vista constructivo hizo por La Habana, no es popular ni querido y de quien, en los libros de texto de mi tiempo, se decía que había gobernado a taconazos.

Precisa Cueto que esa narración vio la luz por primera vez en 1854 en una historia de Cuba escrita por el inglés Maturin Murray Ballou. Fue después pieza de teatro y dio pie a decenas de artículos en EE. UU. y Canadá, e incluso en Australia. Es una historia que en diferentes versiones y géneros se ha publicado, según el investigador, unas 90 veces, lo que da idea de su amplísimo alcance e importancia en el imaginario extranjero con relación a la Cuba colonial.

Sin embargo, hay en la Isla muy pocas referencias a ella. Emilio Cueto es de la opinión de que Goodman no la escuchó de nadie, sino que consciente de su popularidad en Norteamérica y Europa decidió incorporarla a su libro, cuya audiencia estaba fuera de Cuba.

¿Dónde está su origen? Cueto lo encuentra en una obra de Shakespeare, Medida por medida, estrenada en 1604 y publicada en 1623. Allí está la clave de la historia de Miralda. Son asombrosos los puntos de coincidencia, dice Cueto para quien es comprensible que Ballou encontrara su fuente de inspiración en su propia literatura clásica, sin tener que acudir a romances castellanos o a otra tradición caballeresca. Pero al margen de estas consideraciones, disfrutemos de una bella historia.

Fuente: Juventud Rebelde

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