La mujer en el ballet en el Siglo XIX: Maria Sallè y el mito de la pionera
Por: Yilian Carús
Conviene empezar este trabajo con una breve mención a los orígenes de la historia de la danza teatral y el papel de las mujeres en la configuración de este arte incipiente.
Entrar en detalle en cada una de las épocas de definición de este nuevo lenguaje artístico sería una tarea que no corresponde al objetivo de este estudio, puesto que la danza tuvo muchos siglos de gestación hasta la llegada del Romanticismo, en el s. XIX, momento en el que consigue establecerse como un arte escénico de pleno derecho. Sin embargo, ya en el s. XVIII los desarrollos técnicos, artísticos y escénicos, dejaron muchas de las bases sobre las que el s. XIX construiría muchas de sus obras y principios estéticos. Ya en esos momentos importantes de definición de un lenguaje académico y escénico, varias mujeres contribuyeron de manera notable. Nombres como el de Marie Sallé serían reclamos importantes en los teatros, a la vez que sus contribuciones técnicas y dramáticas quedarían recogidas en los manuales técnicos que se desarrollaban con rapidez en la época.
La falta de referentes históricos respecto a estas mujeres que “crearon nuevos territorios”, da lugar a la aparición de un mito creado alrededor de aquellas mujeres que sí que crearon obras, pero cuya contribución ha sido, o bien definida como esporádica en el amplio contexto de la historia del ballet, o bien pasada por alto por generaciones posteriores. Tal mito responde a la continua aplicación del término “pionera” a toda mujer que explora la creación coreográfica en sus diversos campos y áreas estéticas y estilísticas. Mas, si ya en el s. XVIII existieron precedentes femeninos en estos ámbitos, la denominación de una artista como “pionera” quizás debiera ser revisada y cuestionada.
Marie Sallé (1707 -1757) y el mito de la pionera
Entre las figuras importantes que habrían de definir los cambios durante este siglo, merece especial atención la bailarina y coreógrafa Marie Sallé (1714-1756). Ya en 1938, la historiadora de danza, Lillian Moore, en su libro Artistsof the Dance (Artistas de la danza) comenzaba su capítulo dedicado a Marie Sallé con la siguiente afirmación:
Marie Sallé fue más que una bailarina; fue una gran artista creativa. Ella fue la primera persona que, de forma consciente, intentó armonizar el décor (los decorados), los trajes, la música, el gesto y, de hecho, la misma forma de bailar con el tema expresado en un ballet. Fue también la primera danseuse que diseñó la coreografía de las obras en las que aparecía. Saint-Léon, en su La Stenochorèographie, la menciona como una de las más grandes coreógrafas de todos los tiempos. (Moore, 1938, p. 30)
Marie Sallé fue alumna de la bailarina Françoise Prévost y debutaría en 1727 en el escenario de la Ópera de París. Sin embargo, no sería para este teatro para el que crearía su obra más importante y radical, Pygmalion (1734), sino que tal estreno tuvo lugar en Londres. La importancia de esta artista en el contexto de su época no puede ser pasada por alto, así el filósofo Voltaire realizó un loa a la artista y a su contemporánea Maria Camargo (1710-1770), recogida por Ivor Guest en su libro Le Ballet de L’Opéra de Paris (1976) en estos términos: «¡Ah, Camargo, que es usted brillante!/ Pero, grandes dioses, ¡Sallé es extraordinaria!/ ¡Que sus pasos son ligeros y que los suyos son dulces!/ Ella es inimitable y usted es novedosa:/ Las ninfas saltan como usted/ Mas las Gracias danzan como ella».
Mientras María Camargo habría de revolucionar la técnica de la danza al acortar las faldas y permitir de esta forma el desarrollo de la técnica de salto en la bailarina, María Sallé revolucionaría su arte al ser la primera mujer que saliera al escenario sin máscara, vestida con una túnica y con el pelo suelto en una coreografía propia que investigaba el tema clásico de Pigmalión y Galatea. Contrariamente a las representaciones tradicionales de este mito, en el que Pigmalión crea primeramente una escultura que al cobrar vida se transforma en una mujer a la que continuar, bien admirando, bien instruyendo, la Galatea de Sallé, según el análisis de Susan Leigh Forster: «una vez creada, tenía una vida propia». (Leigh Forster 1996, p. 134).
La importancia de Sallé como la primera mujer capaz de crear una obra de la que tenemos constancia no sólo de su existencia, sino de su importancia en el desarrollo posterior de la historia de la danza, no puede subestimarse.
En una entrevista publicada por Janet Lynn Roseman, Catherine Turocy, directora artística y co- fundadora de la Compañía de Danza Barroca de Nueva York, contestaba a la pregunta sobre la existencia de mujeres coreógrafas en esta época concreta ofreciendo el siguiente dato:
Hubo muchas más mujeres coreógrafas e innovadoras a principio de siglo de lo que conocemos. Pero esas mujeres tenían una clara desventaja porque muchas de ellas no podían escribir, y si no podías escribir, no podías publicar tu obra. No notaron sus ballets y no escribieron libros sobre el arte de la danza. La mayoría de las publicaciones sobre el arte de la danza fueron escritas por hombres. (Roseman 2001, p. 99)
Sallé puede que no fuera la primera mujer capaz de poner sus ideas en obras, pero es la primera de la que tenemos constancia histórica y artística. Importante igualmente y ya mencionado, es el hecho de que la artista inauguraría una constante en la historia de las mujeres creadoras en danza, al dejar un punto de vista femenino sobre un tema clásico. Cuando Leigh-Foster recoge en su análisis de esta obra tres interpretaciones coreográficas diferentes –la de Sallé, la de Louis Millon en 1799 y la de Arthur Saint-Léon en 1847– la académica confirma algo que es inherente al arte mismo de la danza y su desarrollo:
Cada decisión de cada coreógrafo articula algún aspecto de identidad corporal, individual, de género y social. Estas decisiones coreográficas constituyen una teorización sobre la encarnación –cómo los cuerpos se expresan y se interrelacionan en un momento cultural determinado. (Leigh Forster 1996, p.137)
Sallé dejaría en su obra Pygmalion una mirada, un punto de vista que ponía de manifiesto que los valores atribuidos a las visiones tradicionales de las historias podían ser desafiadas por nuevas lecturas y por sensibilidades diferentes. Sallé continuaría su actividad coreográfica en la Ópera de París durante las décadas de 1730 y 1740. Es en este marco donde su trabajo sería admirado por Franz Anton Hilverding,quien realizaría su propia versión de Pygmalion en 1752-1753, y posiblemente por Jean Georges Noverre. Sin embargo, para la historia posterior, Marie Sallé no fue en muchos casos sino la rival artística de María Camargo. Sallé, para la mayor parte de la historiografía del siglo XX, quedaría reconocida como «bailarina, pero no como creadora de danzas». (Leigh Forster 1996, p.150). De esta forma, con Sallé también se inauguraría una tendencia histórica que tendrá efectos visibles en el ulterior desarrollo de las carreras de las mujeres como creadoras coreográficas: el olvido histórico de una parte fundamental de su contribución artística.
Marie Sallé no fue en muchos casos sino la rival artística de María Camargo. Sallé, para la mayor parte de la historiografía del siglo XX quedaría reconocida como «bailarina, pero no como creadora de danzas». (Leigh Forster 1996, p.150). De esta forma, con Sallé también se inauguraría una tendencia histórica que tendrá efectos visibles en el ulterior desarrollo de las carreras de las mujeres como creadoras coreográficas: el olvido histórico de una parte fundamental de su contribución artística. En contraste, la historia de la danza tradicional sí que reconocería, no obstante, los avances coreográficos del s. XVIII según fueron éstos resumidos y atribuidos al gran Jean Georges Noverre, gracias a sus famosos escritos sobre el arte de la danza. Así, un libro publicado en el año 2003 y dedicado al estudio de la danza de este siglo, no dedica sino algún párrafo y mención a Sallé como bailarina, pero no como coreógrafa. Incluso el peso que el autor da a Camargo y sus reformas técnicas y de vestuario es mucho mayor que el otorgado a su rival Sallé. (Fairfax 2003).
La liberación que Marie Sallé introdujo con respecto al vestuario que había sido impuesto en su época y que limitaba el movimiento expresivo de forma importante, hizo que la bailarina adoptara una forma de baile totalmente innovadora. En palabras de Leigh Forster: «Las obras de Sallé traspasaron barreras en los sistemas jerárquicos de status y género simultáneamente». (1996, p.133). De esta forma, la creadora establecía algo que va a convertirse en una constante de la mayor parte de las obras femeninas a lo largo de la historia: la transgresión de los puntos de vista y de las reglas establecidas con anterioridad. Marie Sallé bailaba à la grècque, siguiendo los ideales neo-clásicos más radicales de su tiempo, que tanta difusión hallaban en los salones rococó de su época.
Tres de los historiadores que han estudiado la carrera de esta artista –Moore (1938), Kirstein (1969) y Guest (1976)– remarcaron las dificultades que Sallé encontró para encontrar un público que aceptara sus reformas coreográficas. El propio Noverre tendría que soportar un destino similar, cuando presentara sus propias obras, y hay que tener en cuenta que éstas fueron creadas décadas después de las que Sallé había presentado en su momento.
Se puede argumentar que Sallé abrió nuevos caminos, no sólo para las innovaciones de Noverre, sino también para otras mujeres creadoras que podrían seguir su senda y continuar explorando nuevas formas de expresión dentro del arte coreográfico. Ella fue una pionera en el sentido exacto de la palabra.