La Habana nuestra de cada día
Por Leonardo Padura
La fundación de la nación cubana está intrínsecamente ligada a la creación de un imaginario cubano por la parte de la literatura narrativa que, alrededor de las célebres tertulias organizadas por el escritor y promotor Domingo del Monte, se escribió en la Isla en los años finales de la década del 30 del siglo XIX.
Un elemento de suma importancia en la creación de eses espacio imaginario, previo a la creación del espacio nacional, fue la fijación narrativa de la imagen de la ciudad, en este caso, La Habana.
Ya desde el siglo XVII La Habana había entrado a formar parte de la literatura cubana, e incluso universal, pero no precisamente a través de los tradicionales géneros literarios, sino por medio de una literatura utilitaria, de carácter científico y mercantil que se avenía de manera precisa a las necesidades de una sociedad muy específica, la engendrada por una colonia de producción/servicios, como la definiera el historiador Manuel Moreno Fraginals, quien se encargaría de sistematizar y develar la importancia de esa literatura centrada en temas tales como la navegación y el arte de la construcción naval, de tanta importancia para el puerto de mayor tráfico en el hemisferio occidental durante esa etapa colonial. La Habana de esa literatura era entonces, más que un espacio social o espiritual un enclave marinero, de astilleros y fortalezas, de cultura marítima y militar, de acuerdo a la importancia mercantil y estratégica de la ciudad que ya era, por cierto, la tercera más poblada de América, aún cuando una parte significa de su población tenía carácter flotante, pues estaba integrada por marineros, soldados en tránsito hacia la tierra firme y comerciantes sin plaza fija.
Los primeros en proponerse, de manera consciente y más aún, preconcebida, la creación de un espacio físico-espiritual, definidamente histórico, de la ciudad, serían entonces los escritores José Antonio Echeverría, con su relato histórico Antonelli y, sobre todo, Cirilo Villaverde, a través del relato original Cecilia Valdés y, sobre todo, con la novela La joven de la flecha de oro (1841). Antes de hacerlo en estas obras, ciertamente, La Habana había aparecido como escenario de algunos —pocos, en verdad— relatos, entre los que cabría citar La cueva de Taganana y El ave muerta, del propio Cirilo Villaverde y El cólera en La Habana, de Ramón de Palma, todos publicados entre 1837 y 1838 pero caracterizados por la intención de recrear episodios más o menos reales. Sin embargo, al leer estos textos de Palma y el primer Villaverde contra los que los sucedieron se hace evidente que en ninguno de ellos se habían propuesto la exploración consciente del paisaje urbano en tanto componente esencial del «espacio nacional» y sus características singularizadoras.
Mientras Antonelli se remite a un periodo fundacional de la ciudad —finales del siglo XVI—, Villaverde escribe de su «actualidad» y consigue armar el tejido social, arquitectónico y psicológico de la ciudad, legándonos la primera imagen polivalente de La Habana y sus habitantes —grupos sociales y económicos, nacionales, étnicos…
A partir de ese momento la ciudad se convierte en el escenario más complejo y representativo de la nación en la literatura cubana, en el espejo más preciso de sus cualidades distintivas.
Un paso importante en esta apropiación ocurre gracias al propio Villaverde cuando publica en 1882 la versión definitiva de Cecilia Valdés, ahora también titulada La loma del ángel, en un intento —ya concretado en el libro— de poner a un mismo nivel de trascendencia los personajes y su espacio vital, es decir, la ciudad. En este tránsito, por supuesto, juega un papel decisivo la misma evolución del autor desde sus años de joven escritor romántico hasta los de veterano autor ya permeado por el realismo costumbrista.
A grandes saltos —o de hito en hito, como solo es posible movernos en tan breve espacio— el siguiente momento significativo en la apropiación literaria de la ciudad por la narrativa cubana ocurre en las primeras décadas del siglo XX en la novelística realista-naturalista de autores como Miguel de Carrión y Carlos Loveira, quienes utilizan el ambiente citadino como escenario preciso para sus historias y personajes, sin necesidad de explicarlo y definirlo, sino simplemente asumiéndolo como un espacio ya creado por sus antecesores, entre los que siempre habría que recordar a Ramón Mesa, que a finales del XIX y desde el realismo costumbrista, dejó obras de aguda pertenencia habanera como Mi tío el empleado.
Quizás la culminación de este proceso de apropiación de un espacio urbano concebido como espacio de lo nacional se produce con el momento de gran esplendor de la narrativa cubana fraguado alrededor de la década del 40. Y, entre todas las muchas obras entonces publicadas que se desarrollan en La Habana, dos en particular consiguen la total apropiación de su espacio en función del mismo argumento del relato.
La primera de estas obras es el cuento de Lino Novás Calvo «La noche de Ramón Yendía» —quizás el más impactante y perfecto de los cuentos escritos en Cuba— y la novela El acoso, de Alejo Carpentier. Si en el primero la ciudad aparece como escenario enemigo, que repele constantemente al protagonista, cerrándole todas sus puertas, en la segunda más bien se concibe como laberinto y espacio envolvente, protector y desafiante a la vez. Pero tal vez lo más importante en estas dos piezas maestras es que en ellas sus respectivos autores no sienten la necesidad de «explicar» la ciudad, siquiera de verla como un conjunto, sino que simplemente la asumen en su caótica presencia humana y física, arquitectónica y social.
La narrativa de los 60 consigue, sin embargo, la verdadera y definitiva culminación de este proceso de apropiación de un espacio físico y humano, pero no lo hace ya únicamente a través de la creación de ámbitos físicos, de singularidades arquitectónicas, de descripciones contrastantes, sino a través del lenguaje. La publicación de Tres tristes tigres, la novela de Guillermo Cabrera Infante, materializa al fin uno de los más viejos anhelos de los novelistas y cuentistas cubanos al «crear» un lenguaje propio, un idioma distinguible para la ciudad. Sin duda, el hallazgo de este idioma «habanero literario» profundiza y completa la apropiación del espacio citadino como expresión del espacio nacional, al dotarlo de sus propias palabras para expresar sus propias realidades.
A partir de esta obra y hasta el presente, los hallazgos en cuanto a una definición literaria del ámbito citadino no han hecho más que aprovechar las enseñanzas de estos fundadores y su labor durante más de un siglo de escritura.
Tal vez lo más notable, en las últimas décadas —la del 90 y la actual— haya sido el tratamiento del espacio de la ciudad como una realidad en desintegración, en contra de lo buscado por los autores precedentes, que se proponían justamente la integración y, con ella, la fijación y la definición.
Las realidades sociales y económicas de los últimos años y un cierto agotamiento de la mirada historicista que se impuso en la narrativa de los años 70 y buena parte de los 80, han propiciado, como reacción, una reflexión sobre la desintegración visible de los espacios de la ciudad, que sido asumidos como material literario por varios autores, entre los que cabría citar a Pedro Juan Gutiérrez y su narrativa sucia sobre La Habana, o una novela del caos y la desesperación como Los palacios distantes, de Abilio Estévez, donde su propio autor se enfrenta a la imagen cerrada de su primera novela, Tuyo es el reino, para adentrarse en un universo plural, móvil, casi indefinible de una Habana en franca demolición.
Dentro de este proceso no puede olvidarse la participación de un género que, a partir de los 90, comienza a participar de un modo más realista y literario del proceso artístico cubano y, dentro de él, de la nueva visión de la ciudad como espacio caótico y en desintegración. La nueva narrativa policial cubana, un género típicamente citadino y corrosivo, ha escogido fundamentalmente el espacio citadino como escenario de sus argumentos y, con ellos, ha ido creando una imagen turbia, problemática y, sobre todo, caótica, del espacio nacional a través de la imagen de la ciudad.
Los nuevos personajes, realidades y contradicciones que deambulan por las calles de La Habana han vuelto a servir, otra vez —como en el remoto 1840 o el cada vez más lejano 1950— para recrear el espacio espiritual de la nación y darle voz e imagen a través de la literatura narrativa, la mejor capacitada para proponerse este tipo de construcciones globales. Tal vez por eso La Habana hoy, más que espacio y escenario, ha devenido personaje, acechado por las mismas incertidumbres y pesares de los individuos que la habitan y la hacen palpitar.
Tomado del libro Entre dos siglos, publicado por IPS en el 2006