Hace 90 años cayó Machado


Es 1ro. de agosto y La Habana amanece sin transporte. Una huelga inesperada y, al parecer, sin importancia en los Ómnibus Cuba ha sido el detonante. A ella se suman, en el transcurso de los días, maestros, empleados públicos, tipógrafos, periodistas, comerciantes… El 5 se incorporan los médicos y dejan de publicarse los periódicos. Faltan el pan, la carne y la leche, no funciona el telégrafo, cierran sus puertas las bodegas, los restaurantes y los hoteles, y la represión apenas puede acallar el grito de «¡Que se vaya!» que brota de todas las gargantas.

El día 6, la huelga general está en su clímax. El 7, mientras el Parlamento discute la suspensión de las garantías constitucionales y la Policía se empeña en abrir a culatazos los comercios, cobra paso, a ritmo creciente, el rumor de la renuncia de Gerardo Machado. La gente, alborozada, se echa a la calle, llega al Capitolio, gana el Parque Central y se desbanda por el Paseo del Prado a fin de alcanzar el Palacio Presidencial. Pero el dictador no ha renunciado y la Policía ametralla a la multitud desarmada con el balance fatal de unos treinta muertos y más de cien heridos.

Al día siguiente, a las nueve y media de la mañana, Benjamín Sumner Welles, representante del presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, arriba a Palacio para entrevistarse con Machado. Viste de negro y camina sin mirar hacia los lados, rígido, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. En virtud de su elegancia, le llamaban El Maniquí. En contraste con su vestimenta, resalta en la mano derecha un sobre blanco. Contiene el ultimátum.

La Constitución de 1928 abolió el cargo de Vicepresidente y es el Secretario de Estado el que, llegado el caso, sustituiría al mandatario. La fórmula de Welles insta a Machado a nombrar uno de inmediato y pedir una licencia al Congreso, aunque seguiría en el ejercicio de su cargo hasta que el designado asumiera. Entonces renunciaría Machado para dar paso al nuevo Presidente. Una nueva fórmula barajaría Welles posteriormente con el general Alberto Herrera, jefe del Estado Mayor del Ejército, nombrado previamente Secretario de Estado, como sustituto del dictador.

Se sabe Machado con el agua al cuello, pero no quiere renunciar. Procura ganar tiempo; parlamenta con los huelguistas, accede a sus demandas y promete legalizar sus organismos sindicales, en tanto dice garantizarle al Partido Comunista el pleno disfrute de sus derechos democráticos. Sus maniobras, sin embargo, se estrellan contra el muro inexpugnable de la huelga y Machado se coloca en una situación sin salida entre Welles, que amenaza con la intervención militar, y el pueblo, que no ceja en su actitud de derrocarlo. Para remate, se le insubordina el Batallón no.1 de Artillería que, sin disparar un tiro, ocupa la sede del Estado Mayor del Ejército, en el Castillo de la Fuerza. Los amotinados emplazan las ametralladoras en la calle O’Reilly y recaban el apoyo de la Cabaña, la Quinta de los Molinos y el Cuerpo de Aviación. No quieren a Machado, tampoco a Herrera. Es ya el 11 de agosto.

Me voy con los míos
El capitán ayudante Florindo Fernández, de guardia ese día, se atreve a interrumpir la siesta del dictador a fin de que atienda el llamado telefónico que lo entera del alzamiento de la Artillería. Ante el temor de que asalten Palacio, Machado mismo, armado de un fusil calibre 28, asume la defensa del edificio. Ordena cerrar todas las puertas y que se haga fuego contra cualquier unidad del Ejército que intente acercarse. Su hija Ángela Elvira (Nena) y algunos allegados lo conminan a buscar un refugio más seguro y escucha al fin la invitación de que se instale en el campamento de Columbia.

—Me voy con los míos— dice antes de abordar el automóvil, un Lincoln blindado del que entonces solo existían dos en el país. Pero en Columbia tampoco hay paz y allí el capitán Mario Torres Menier, jefe de la Aviación, le pide cara a cara la renuncia.

Decide Machado entonces trasladarse a la finca Nenita, su lugar de descanso, situada en la carretera que va de Santiago de las Vegas a Managua. Parece sereno. Toma un baño, da un paseo por el predio, invita a cenar a una familia vecina. Pero no paran las malas noticias. Su yerno, José Emilio Obregón, mayordomo del Palacio, lo llama para informarle que el general Herrera es ya Presidente. La noticia no puede sorprenderlo, pues sabe que Herrera es el elegido por Welles como su sustituto, pero tal vez pensara que el militar no se prestaría finalmente al juego mediacionista del diplomático. Comenta: «El hombre en quien yo más confiaba me ha traicionado».

A última hora se niega a pernoctar en la finca y vuelve a Palacio. A las nueve de la mañana del día 12 se entrevista con Herrera y el pánico cunde al saberse que este asumiría la Presidencia. En vano intenta Machado aplacar el susto. «No hay que preocuparse, dice. No he renunciado ni renunciaré. Voy a Rancho Boyeros a acampar con el Ejército para cumplir con mi deber de patriota». Se dispone entonces a abandonar Palacio y aquel hombre, adulado servilmente hasta poco antes, no puede hacerse de un hueco en el ascensor; tendría el general Herrera que imponerse para que lo dejaran entrar. Afuera aguardaba el automóvil blindado con el motor encendido. Machado regresaba a la finca Nenita, pero no para acampar con el Ejercito, sino para aguardar la hora de la fuga.

El derrumbe
A la finca llega el capitán Crespo, jefe del Batallón Presidencial, con la noticia de lo que ocurre en La Habana. Viene de la residencia particular del dictador, en 27 entre L y M, en El Vedado, y cuenta que vio a la multitud precipitarse sobre la jauría en fuga y penetrar en los cubiles machadistas. Arden redacciones y talleres de periódicos que loaron al régimen y las casas de sus personeros son «visitadas» por el pueblo que, solo para empezar, saquea la del alcalde habanero Pepito Izquierdo; destruye Villa Miramar y el chalet suizo de Carlos Miguel de Céspedes y asalta la residencia del senador Wilfredo Fernández, en Reina y Escobar. También al Palacio llega el pueblo con su ira. Como ratas se esconden ministros y congresistas, apapipios y guatacas. Comienza la cacería humana.

Machado y los jerarcas militares y civiles que lo rodean escuchan en silencio el relato del capitán Crespo. La servidumbre, por orden del dictador, monta la mesa. El almuerzo está listo, pero ninguno de los presentes tiene ánimo para probarlo desde que se constata que poco a poco la guardia que debe protegerlos se ausenta de sus puestos. De pronto una noticia causa espanto. De los dos aviones pedidos, de doce plazas cada uno, los fugitivos dispondrían solo de uno y de seis plazas. La familia sale desde Varadero a bordo del yate presidencial.

A las 3:20 de la tarde del día 12, hace 90 años, llega Machado al aeropuerto de Rancho Boyeros, que entonces llevaba su nombre, protegidos él y su comitiva por los pistoleros de Colinche, jefe de la escolta presidencial, que lo acompaña desde los días de la Guerra de Independencia. De inmediato, el anfibio parte con destino a Nassau.

Por: Ciro Bianchi Ross en Juventud Rebelde

Ilustración: LAZ