Gina Cabrera: el último gran mito
Por: Norge Espinosa Mendoza.
Quien acaba de fallecer en La Habana no era solo una de las más queridas y respetadas actrices de Cuba: era el último gran mito de la televisión en nuestro país. Dotada de gracia, elegancia, fotogenia y talento, con una voz dulce y bien timbrada, Gina Cabrera fue, incluso cuando ya la salud no le permitió estar frente a las cámaras, el referente de muchas y muchos; el rostro esperado con ansiedad en tantos dramatizados, y la protagonista indiscutible de cierto tipo de tramas, que iban desde el melodrama y la comedia hasta piezas de repertorio más severo. La televisión, asentada ya con fuerza tras los primeros tanteos, creció en Cuba como una industria poderosa que en pocos años sostenía varios canales y contaba con una nómina de artistas y técnicos de indudable profesionalismo. Entre sus fundadores estaba esa muchacha grácil, dueña del raro don de la simpatía.
Cuando se colocó ante las cámaras de la televisión, ya tenía una carrera adelantada, desde sus días de declamadora infantil hasta su trabajo con grupos teatrales de la época. Había nacido el 28 de mayo de 1928, y fue la intérprete ideal de Gigi, Doña Rosita la soltera, o La dama de las camelias. Se casó con Roberto Garriga, quien supo moldearla a través de distintos papeles. Hizo cine (La renegada, La rosa blanca y otras coproducciones cubano-mexicanas), pero su recuerdo más nítido lo obtuvo en la pequeña pantalla. Ahí, y en la radio, se refugió cuando el cine posterior a 1959 la puso en un index que parecía castigar a ciertas figuras de “demasiada fama”, aunque ella se unió al nuevo proceso de cambios sociales como guía de la Campaña de Alfabetización en el Instituto Cubano de Radio y Televisión, dejando atrás los ecos de un segundo matrimonio con un brasileño acaudalado. Tenía un particular apego hacia los niños que siempre le fue retribuido. Nunca dejó de tener ese encanto particular, a ratos tan dulzón, que fue parte de su sello. Por encima de eso, y de su mito, fue una compañera de trabajo igualmente apreciada, y un ser humano del que nadie se hubiera atrevido a decir algo negativo. En la televisión de su tiempo, las reinas del drama eran ella y Raquel Revuelta. Compararlas no tiene sentido: basta reconocer el sitio que ambas obtuvieron a fuerza de talento y trabajo.
Para cuando pude distinguirla en televisión, durante mi niñez, Gina Cabrera ya venía de vuelta, como una actriz madura, de belleza aún innegable, que lo mismo aparecía en una adaptación teatral que en unas aventuras. En la última emisión de Amigo y sus amiguitos, fiel a su cariño por los infantes, interpretó a una dama de época atrapada en un retrato. Otro conjuro más perverso se iba haciendo dueño de su lucidez y la distanciaba de nuevos personajes. En 1985, Roberto Garriga le pidió una aparición especial en Sol de batey —el gran regreso de la telenovela al país donde nació tal fenómeno—, basada en la obra radial de Dora Alonso. Se cuenta que Gina, aparentemente libre de cualquier trastorno psíquico, grabó su escena junto a Aurora Pita sin fallar, como la gran profesional que siempre fue. Sin embargo, cuando terminó la grabación, le habló a su exesposo como si aún estuvieran viviendo en matrimonio y bajo el mismo techo.
Poco a poco se fue alejando de la realidad, aunque tuvo fuerzas para una última gran aparición: a fines de los 80 graba un nuevo teleteatro, y junto a Lilian Llerena y Odalis Fuentes aparece en Los soles truncos, la pieza de René Marqués. Interpretando a dos hermanas delirantes y a un fantasma, las tres actrices demostraron estar listas para la prueba. Ojalá perduren escenas de aquel espacio en los misteriosos archivos de la televisión cubana.
Como las grandes actrices, tuvo una función de despedida: gracias a Adolfo Llauradó se le puede ver en su casa, con la sonrisa a flor de labios, hablando de su carrera en el documental Divas por amor, de 1995. Aún le brillan los ojos cuando desempolva sus trofeos (en la foto que he buscado, recibe justamente uno de ellos), y su voz sigue siendo esa campana delicada e inconfundible, como si el tiempo y otros peligros no hubiesen podido borrarle del todo sus recursos más limpios.
Su habilidad para los grandes gestos dramáticos la hizo pasar al imaginario popular como epítome de lo extremo. Pervivió así entre nosotros, como un eco de un tiempo perdido, afortunadamente acompañada por los cuidados de su hijo, hasta su muerte, esta mañana. Recibió el Premio Nacional de Televisión en 2003. Tenía 93 años, y una vida intensa, en la que por suerte nunca le faltó el afecto de quienes mejor la trataron y conocieron. Tampoco habló de sí con los humos subidos, ella era una dama en toda la extensión de la palabra. La recuerdo entre el fuego que arrasa la vieja casona de Los soles truncos, esperando la muerte con dignidad. La recuerdo aún mejor, en la secuencia que da cierre al documental de Llauradó, cuando junto a Rosa Fornés, Margarita Balboa, Consuelo Vidal, Maritza Rosales y otras mujeres no menos queridas, bajan al atardecer del Malecón entre los aplausos rendidos de la gente de pueblo que fueron, son y serán sus más sinceros admiradores.
Tomado del perfil en Facebook del autor