Fechado en La Habana
Por: Ciro Bianchi.
Es en la década de 1930 cuando se proyecta la construcción del rascacielos de la Calzada de Galiano entre Neptuno y Concordia, inmueble que recuerda, se dice, al Rockefeller Center, de Nueva York. Este edificio estaba rodeado de salas cinematográficas de más o menos lujo, pero La Habana precisaba de un teatro de mayor categoría. Surge así la idea de añadir a la obra, en la planta baja, contiguo al Radio Cine, lo que sería el cine-teatro América. Sus 1 775 butacas solo las superarían entonces las localidades del propio Radio Cine, el Teatro Nacional y el Teatro Auditórium.
Dicha sala y el edificio que lo acoge se inauguraron el 29 de marzo de 1941, con el estreno de El cielo y tú, filme protagonizado por Bette Davis y Charles Boyer. Mientras la sala recibió desde el primer momento el nombre de América, el inmueble de 10 pisos y dos niveles más en la torre, 67 apartamentos para alquilar, cafetería-restaurante y dos salas para funciones de teatro y cine, una de las cuales ocupa hoy la Casa de la Música, nunca se llamó ni se llama América. Es el edificio Rodríguez Vázquez, español nacido en Lugo. Su hijo, Antonio H. Rodríguez Cintras, que mandó a edificarlo, quiso que llevara el nombre de su progenitor.
Ver y dejarse ver
El primer paseo con que contó La Habana fue la Alameda de Paula. Con el tiempo, los sitios de preferencia para el esparcimiento y las compras se desplazaron hacia otras zonas. Hacia mil ochocientos cuarentitantos, el Paseo del Prado había sustituido ya a la Alameda como lugar de moda. Con el advenimiento del siglo XX, la vida pública cubana experimentó transformaciones importantes, pero la tradición siguió imperando en lo privado. Se mantuvo la caminata callejera con el objeto de ver y dejarse ver. La calle Obispo fue el centro del visiteo matinal, como el Prado fue el lugar de citas por las tardes. Por las noches, luego de las funciones teatrales, se llenaban los vestíbulos de los hoteles Inglaterra y Telégrafo y los más jóvenes hacían tiempo —o lo perdían— en la Acera del Louvre o en los primeros tramos de la calle San Rafael, donde se hallaba El Refrigerador, un bar de excelencia. Después de los espectáculos nocturnos, y también por las tardes, era frecuente que las familias acudieran a El Anón del Prado, donde su propietario, José Cagigas, tenía fama de elaborar los mejores helados y refrescos de la época. Contiguo a este establecimiento, situado originalmente en la calle Habana entre Obispo y Obrapía, se hallaba la barbería de Donato Milanés, de la que eran clientes habituales el mayor general Mario García Menocal y Manuel Sanguily, “don Manuel de los Manueles”, como le llamara José Martí.
Un hito de leyenda
Al igual que en el viejo Teatro de la Ópera de Paris, en los sótanos del América habita un fantasma. No son pocos los actores, tramoyistas y técnicos que creen oír, procedentes de los subterráneos de la instalación, arias de óperas y lamentos angustiosos. Como si el personaje creado por Gaspar Lereox arrastrara por los subsuelos del teatro las cadenas de su eterna desesperación.
Esos lamentos se han escuchado durante décadas. Con exactitud desde el 22 de noviembre de 1943, día que marca un hito de leyenda en el devenir del espectáculo en Cuba. En esa fecha tuvo lugar una función que combinó en su puesta elementos del teatro y el cine. En la pantalla del teatro América, el estreno mundial, a las diez de la noche, de El fantasma de la ópera, con Claude Rains como protagonista, mientras que una hora antes, técnicos del coliseo y del Circuito CMQ conjuntaban esfuerzos en el empeño nunca acometido de llevar al país en trasmisión simultánea y por control remoto el concierto que antecedería a la película y que se escucharía en La Habana, Santa Clara, Camagüey y Santiago de Cuba. Fue una gala en la que quedaron fuera más de los que pudieron acceder a la sala y en la que el presidente Fulgencio Batista figuró como invitado. (Con información de Pedro Urbezo).
Más allá de Belascoaín
En los años iniciales del siglo XX pocas eran en La Habana las calles asfaltadas —el asfalto empezó a partir de 1908—, muchas estaban empedradas y otras eran de piedras apisonadas. Por temor a los mosquitos el agua que se acumulaba en los charcos callejeros se desinfectaba con petróleo. La gente insistía en que la leche se le sirviera directamente de la ubre de la vaca. De manera que esos animales permanecían durante todo el día amarrados delante de las lecherías en espera de que el cliente, que acudía al lugar con un jarrito, pidiese un real o un medio del líquido. Al final de la jornada se les colocaban los cencerros a aquellos cuadrúpedos y en caravana los trasladaban hasta más allá de la Calzada de Belascoaín, donde, en los espacios que ocuparían luego el Nuevo Frontón —edificio de la CTC— y el Mercado Único, se hallaban los potreros. Había, asimismo, tropeles de cabras en la ciudad, sobre todo en la zona que va de Galiano a Belascoaín. Y fuentes para que bebieran mulas y caballos que tiraban de coches y carretones. No se olvide que, en ese tiempo, el ya aludido Manuel Sanguily afirmaba que todo lo que se hallara más allá de Belascoaín “era, sencillamente, el campo”.
El centro del comercio
Hasta comienzos del siglo XX el centro del comercio y los negocios se ubicaba en torno al Parque Central y muy especialmente en O’Reilly, Obispo, San Rafael y el Paseo del Prado. El llamado Distrito Bancario, nuestro pequeño Wall Street, se enmarcaba entre O’Reilly y Amargura y Mercaderes y Compostela. En ese espacio se hallaban las sedes de los bancos principales; edificios majestuosos y con fachadas de columnas monumentales que no dejaban dudas de la solidez, la riqueza y la eternidad de las instituciones que albergaban y que terminaron desmoronándose algunas de ellas en los días de la crisis bancaria de los años veinte. Estaban allí la Bolsa de La Habana, la Lonja del Comercio, la Cámara de Comercio de la Republica —en lo que sería el hotel Raquel— y las cámaras de comercio de varias naciones y también la Cámara de Comercio Americana de Cuba y oficinas de compañías de seguro y fianzas y de empresas azucareras y no azucareras.
Payret, mala sombra
Se inauguró en 1877 con el nombre de Teatro de la Paz, en días en que se avizoraba el Pacto del Zanjón. Dice con relación a este teatro Serafín Ramírez en su La Habana artística (1891): “Teatro desgraciadísimo desde mucho antes de abrir sus puertas al público. La inmensa pared del fondo se vino abajo cuando ya se estaba rematando; en su primera representación hubo un principio de incendio; más tarde cayó toda la esquina de Prado y San José, pillando entre sus escombros a tres o cuatro infelices que allí mismo perecieron; en uno de sus grillés murió repentinamente un caballero en el entreacto de una función; en uno de sus salones ocurrió también un duelo de funestos resultados, y, por último, no ha trabajado en él una compañía que haya terminado bien ni cumplido sus compromisos”.
Agobiado por tantas desgracias, que lo obligaron a no pocos desembolsos monetarios, y acosado por impuestos y contribuciones, Joaquín Payret, el propietario, quedó en la miseria más absoluta, y aquel hombre que había sido riquísimo, se vio obligado a subsistir con una exigua ayuda de la Beneficencia catalana, y su hija, educada para princesa, debió asumir los empleos más bajos y ruines.
NOTA EDITORIAL
Esta crónica de Ciro Bianchi apareció publicada en Cubadebate, el sábado 27 de mayo de 2023.