En Dos Ríos, un domingo
Por: José Miró Argenter.
Martí se hallaba a caballo, con el revólver empuñado, de frente al enemigo, a un lado del monte. Pasó por allí un oficial, Ángel Guardia, que iba a unirse al general Masó, después de haber cumplido una orden de éste, y díjole Martí: «¡Joven, vamos a la carga!»; y salieron los dos al limpio, al espacio menos intrincado, en medio de la confusión de aquellos momentos. Cayó Martí de dos balazos, uno de ellos mortal; fue herido el caballo que montaba, regalo de José Maceo, y muerto el caballo de Ángel Guardia. Así se desarrolló el drama y se desenlazó, en menos de dos minutos. Los grandes infortunios suelen precipitarse así, súbita y momentáneamente. Cuando Ángel Guardia se unió a la comitiva, lo contó a Gómez y a los que iban a su lado hablando de otras peripecias: «¡General, le dijo con voz entrecortada: han matado al Presidente!». Y refirió los tristes pormenores del suceso.
En estos mismos momentos, el caballo que montó Martí se dirigía hacia el grupo consternado; venía sin el jinete y chorreando sangre. Gómez buscó con prontitud a los más conocedores del campo para arrebatarles el trofeo a los españoles; pero éstos, que habían identificado el cadáver de un modo inequívoco, por las manifestaciones de un oficial que conocía a Martí y por varios objetos que le hallaron encima, cartas y documentos, forzaron la marcha de retroceso para que la agresión de Gómez no les cogiera en el camino más peligroso. Jiménez Sandoval, jefe de la columna, dejó un papel a una mujer anciana que halló al paso, en el que escribió, entre signos masónicos, estos dos nombres: Jiménez Sandoval.: –José Martí.:– y le dio este recado verbal: «Dígale a Gómez que si Martí cura se lo devolveré, y si muere le haré un buen entierro». Aunque nada hay ya que tenga interés después de la sorpresa de la catástrofe, es conveniente señalar estos últimos pormenores para que la verdad histórica no sea jamás adulterada. El lugar del desastre se llama Dos Ríos por una razón de fácil inteligencia y la gran desgracia acaeció a la una de la tarde del 19 de mayo de 1895; era domingo.
Así, tal como queda narrado, entre episodios festivos y episodios bélicos, cayó para siempre el egregio cantor de la libertad, entre las flores de la montaña; el panorama de la naturaleza y el rumor del manantial, emblemas de su vida soñadora.
Tomado del libro Crónicas de la guerra