El tranvía
Por: Ciro Bianchi.
Era el tranvía, decía el poeta Nicolás Guillén en una de sus crónicas, el vehículo ideal para el trasiego de gente mesurada, honesta, paciente y sin prisa: el paralítico, el escribiente, el pensionado civil, el jugador de ajedrez… Precisaba el autor de Sóngoro cosongo, que fue uno de nuestros grandes periodistas: «Situábase usted en una esquina y todo consistía en esperar. La calceta, la lectura de Jorge Mañach o la simple divagación sobre temas no urgidos de resolución inmediata… Cuarenta minutos más tarde era usted sorprendido por un timbreteo inconfundible. ¡Ahí estaba el tranvía! Se instalaba usted en su lenta carroza, en su coche democrático y ya podía dormir seguro de llegar sano y salvo a su destino».
Esa tranquilidad y confianza, sin embargo, desaparecieron con el fluir del tiempo, y el mismo Nicolás escribía en 1950: «Ahora, amigos míos —precisa reconocerlo con punzante melancolía— las cosas ocurren de modo bien distinto. El tendido de alambres para los trollies ha cedido bajo la acción demoledora de los años y ya no hay viaje sin accidente. Los cables caen a diario, enroscados sobre la calle como finas serpientes, y durante horas y horas permanece el tránsito paralizado en medio de las cuchufletas e ironías de quienes ante el humillante espectáculo aún se muestran con ánimo de reír.
«A esto añádase el peligro mortal que tal contingencia entraña. Si los dos cables se unen y así los pisa el transeúnte, dícese que la catástrofe es fatal, y lo mismo si en esa forma caen sobre la distraída cabeza del viandante. De donde resulta que un medio de locomoción antaño tan sólido, tan constitucional, tan protector del sistema nervioso, se ha convertido en una permanente invitación a la muerte».
El servicio tranviario empezó a paralizarse progresivamente, más en el orden de la eficacia que en el de las utilidades, pues si en 1942, con 521 carros, la empresa que lo operaba recaudó algo más de dos millones de pesos; en 1944, con 420 coches, obtuvo ingresos por más de cuatro millones y medio, y tres años después, con solo 400 vehículos en uso, la recaudación sobrepasó los siete millones.
¿Qué sucedía? Más que de muerte natural, el tranvía moría asesinado en Cuba. Afirmaba la revista Bohemia: «Congestionados hasta el máximo, los arcaicos vehículos dejaban de ser elemento de utilidad pública para transformarse en instrumentos de tortura urbana».
Los nueve puntos
El tranvía era un vehículo movido por la energía eléctrica y se desplazaba por carriles que no sobresalían de la calle o calzada. Ancho y ventilado, tenía una plataforma en la parte posterior y alcanzaba hasta nueve puntos de velocidad. El motorista podía ser cubano, si era blanco, pero la de conductor era plaza reservada a españoles. Privilegio este que erradicó la llamada ley de nacionalidad del trabajo, dictada por el presidente Grau San Martín en 1934, que obligó a las empresas establecidas en el país a que fuese cubana la mitad de su empleomanía. Aun así, no fue hasta bien avanzada la década del 40 cuando entró el primer negro a laborar en los tranvías.
Llegaron a circular más de 30 líneas de estos en La Habana y sus barrios, líneas que se identificaban con letras y números. Las V salían del paradero del Vedado; las P del de Príncipe, y las C del Cerro; en tanto que las S lo hacían de Santos Suárez, y las M de Jesús del Monte. El L-4, Lawton-Parque Central, por ejemplo, comenzaba viaje en San Francisco y 10 de Octubre y, en bajada, llegaba por San Francisco a la Avenida de Acosta, seguía por Concepción, 16, B, Octava, Concepción, 10 de Octubre, Calzada de Monte, San Joaquín, Infanta, San Rafael, Consulado, San Miguel, Neptuno y Monserrate. Y subía por Empedrado, Aguiar, Chacón, Monserrate, Neptuno, Infanta, y 10 de Octubre hasta San Francisco.
La cucaracha
El transporte público en La Habana comenzó con vehículos de tracción animal. Se trataba de los coches de alquiler, y a partir de 1859, de lentas guaguas tiradas por mulos. Pero ya a finales del siglo XIX comenzó a circular la célebre «cucaracha», maquinita de cajón, como se le llamaba, movida por vapor. Operaba entonces el servicio, como una concesión del gobierno español, la Empresa de Ferrocarril Urbano y de Ómnibus de La Habana, pero al acercarse el fin de la soberanía de España en Cuba, la junta de accionista de dicha entidad acordó ceder sus derechos. Es entonces que aparece en escena un personaje curiosísimo y digno de investigación, Tiburcio Pérez Castañeda.
Había nacido en Pinar del Río, en 1869, y estudió Derecho en la Universidad de Barcelona y Medicina en las de La Habana y París. Se especializó como cirujano en Gran Bretaña y se desempeñó como profesor de Medicina Legal en nuestra más alta casa de estudios. Miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, fue médico militar honorario de los ejércitos del Zar de todas las Rusias y médico ad-honorem del Rey de Inglaterra. Mientras que en Francia lo hacían Caballero de la Legión de Honor, el Zar le concedía la Gran Cruz Imperial de San Estanislao y ocupaba en España, por las regiones de Huesca y Burgos, un escaño como Senador del Reino. Alfonso XIII, en 1927, le conferiría el marquesado de Taironas, que quedó vacante a su muerte, en La Habana, en 1939.
Títulos aparte, don Tiburcio era una fiera para el dinero, y desconfiado como él solo, apenas disfrutó de la concesión en el manejo de los ómnibus urbanos habaneros. La vendió, antes de la ocupación militar norteamericana, a intereses canadienses que constituyeron la Havana Electric Railway Co., traspaso que sirvió a su vez para ponerla, con el tiempo, en manos de la Havana Electric Railway, Light and Power Company, empresa incorporada al estado de New Jersey, que controlaría no solo los tranvías, sino también el servicio de alumbrado eléctrico y de fuerza motriz y la fabricación y distribución del gas artificial en La Habana y sus suburbios. El primer tranvía eléctrico circuló en esta capital en 1901.
Steinhart
Alemán de origen, pero nacionalizado norteamericano, Frank Steinhart llegó a Cuba como parte del ejército de ocupación y se quedó cuando las tropas interventoras salieron de la Isla. Durante 1902 y 1903 actuó aquí como representante del Departamento de Guerra de su país y tuvo en custodia los archivos del gobierno interventor. Desde esos puestos usurpó las principales funciones del cónsul general norteamericano en Cuba, pues el presidente Estrada Palma lo prefería a este para tratar los asuntos concernientes a las relaciones con EE.UU. Así se calzó en propiedad el consulado general, que desempeñó hasta 1907. Sus funciones le valieron un sinnúmero de relaciones personales valiosas en la Isla.
Se dice que los socios norteamericanos de la Havana Electric Railway Co. se quejaron al cónsul de su país del manejo que la parte canadiense de la empresa hacía de los títulos de propiedad. Steinhart trasladó la queja al presidente de la compañía, radicado en Montreal, y este, despectivamente, le contestó que cuando él fuera el accionista mayoritario y ocupase la dirección, podría administrarla a su antojo.
Steinhart vio esas palabras como un reto y sin pensarlo apenas trazó su estrategia para adquirirla. Visitó a importantes banqueros norteamericanos en busca de préstamos. No se los dieron, y a los que le sugirieron que desistiera de ese propósito les ripostó que requería de dinero y no de consejos. Necesitaba 750 000 dólares para acaparar la mayoría de las acciones y derribar a la junta directiva en la asamblea de 1907. Resolvería su problema con el Arzobispo de Nueva Cork, que adquirió un millón de dólares en acciones de 85 y al cinco por ciento, con la garantía de que en un año Steinhart se las compraría a 90, lo que hizo, en efecto.
El dictador Machado, en tratos con la llamada Compañía Cubana de Electricidad, a la que autorizó a operar en Cuba, y en complicidad con Steinhart, hizo que la Havana Electric traspasara a la nueva empresa el monopolio de la generación de electricidad y de fabricación y distribución de gas. El ex cónsul y sus principales asociados se beneficiaron con el negocio, no así la mayor parte de los accionistas cubanos y españoles, que vieron cómo a partir de ese momento su entidad debía comenzar a pagar la electricidad que movía a los tranvías y adquiría una deuda millonaria.
El último tranvía
Fue el comienzo del fin. Apenas hubo ya inversiones nuevas en la Havana Electric. Steinhart hijo, al asumir la dirección de la empresa, no le insufló el soplo de juventud que de él se esperaba. Más que nada, la ayudó a morir. En una hábil maniobra financiera barrió a los pequeños accionistas y liquidó la empresa en condiciones que lo favorecían tanto a él como a la Electric Bond & Share. La quiebra técnica de la Havana Electric era un hecho. El traspaso, durante el gobierno de Prío, de la concesión del transporte urbano habanero a la empresa de los Autobuses Modernos, dio el puntillazo a los tranvías.
Dice el doctor Manuel López Martínez que a las 12:08 del martes 29 de abril de 1952 hizo su entrada para siempre en el paradero de Príncipe el P2 número 388, último tranvía que circuló por las barriadas habaneras, en su postrer viaje de regreso. Había salido a las 11:22 de la noche anterior para cumplir su itinerario de siempre. El despedidor, Guillermo Ferreiro, con más de 30 años de servicio, ordenó la salida con algo de nostalgia. Cuando el motorista J. Amoedo y el conductor M. Rey recibieron el cartón de salida sintieron que algo se les desprendía del corazón. Era como un desgarramiento interior y rompieron a llorar porque para ellos aquel sería también su último viaje.
NOTA EDITORIAL:
Este artículo de Ciro Bianchi apareció publicado en el periódico Juventud Rebelde, el domingo 28 de mayo de 2006.