El Santi en un monumento
Por: Katia Camejo Montpeller.
Pocas veces la guitarra dio tanto que hablar por personas de toda la sociedad. Su rareza la hace única y es que la creatividad de su dueño solo recuerda a un niño prodigio.
Como ocurre con los infantes, cuyo talento no cabe en moldes, el cantautor Santiago Feliú (La Habana, 29 de marzo de 1962—12 de febrero de 2014) vivió sorprendido y sorprendiendo. Alcanzar el olimpo de la trova con poca edad, demasiada timidez, sin academia y escasos temas denota lo imprescindible de su breve y desenfrenada existencia.
No solo la manera de colocar las cuerdas en su guitarra y la de tocarlas a la zurda, lo convirtieron en trovador excepcional. Su imagen, su poesía, su voz, conmueven hasta el dolor.
Cada título de Santi desgarra, cual himno de amor desesperado por las ausencias, las pérdidas, lo absurdo que arrebata ternura y vida impíamente.
Entregó en canciones lo que su alma le dictaba: la candidez para traducir en metáforas cada sueño roto, cada obsesión, la alegría ante la belleza, la convicción de que la música mueve montañas y pervive en la memoria de los pueblos.
Las historias sobre el artífice de obras maestras, como: “Vida”, “Para Bárbara”, “Trovadores”, “Ay, la vida”, refieren su extravagancia, tan alta como su pasión por pulsar las cuerdas del instrumento que lo hizo mítico, por acariciar los momentos más sublimes de su existir, los seres que lo nombraron padre, esposo, amigo, hermano, hijo.
A Santiago Feliú, el Santi de la trova cubana, habría que hacerle un monumento, como símbolo simpar de la juventud más tierna y rebelde.