El hombre del 10 de Octubre
Por: Ciro Bianchi.
Hombre de mármol, lo llamó José Martí. Añade el Apóstol que el 10 de abril de 1869, Carlos Manuel de Céspedes, en aras de la unidad nacional, aceptó deponer su autoridad en Guáimaro y asumir la forma republicana que impulsaban los camagüeyanos. No la creía conveniente, pero creía inconvenientes las disensiones. Puntualiza Martí: «Sacrificaba su amor propio —lo que nadie sacrifica».
Cuando nos acercamos a la vida del hombre del 10 de Octubre, iniciador de la Revolución Cubana, estremecen y conmueven su patriotismo, su firmeza, su abnegación absoluta. Nunca brilló tan alto su patriotismo como cuando, a mediados de 1870, se vio obligado a poner en la balanza su amor a Cuba y su amor de padre.
Su hijo Oscar, acabado de llegar a Cuba en la expedición del vapor Anita, fue capturado por los españoles cuando aún no había hecho armas y disfrutaba de su luna de miel. Lo remitieron a la ciudad de Camagüey a disposición del capitán general Caballero de Rodas —«caballerito de ruedas», le llamaban los cubanos— que dirigía personalmente las operaciones contra la insurgencia. El alto militar español se dirigió entonces a Céspedes. Garantizaba la vida de su hijo si el jefe de la Revolución abandonaba la lucha. La respuesta no se hizo esperar:
—Díganle al general Caballero de Rodas que Oscar no es único hijo… Yo soy el padre de todos los cubanos que mueren por la independencia de Cuba.
Oscar fue fusilado. La frase de Céspedes se inscribió para siempre en el acervo patriótico cubano.
Depuesto
Con una entereza extraordinaria asumió su deposición como Presidente de la República en Armas por parte de la Cámara de Representantes. Si hasta entonces padeció la animadversión de sus opositores, mucho más le tocaría padecer una vez depuesto. Dos días después de su relevo, lo despojaron de su ayudantía, la escolta y sus convoyeros, y, a la manera de los adversarios vencidos en los «triunfos» romanos, lo obligaron a vagar a la zaga del Gobierno mientras corrían los trámites para la entrega del archivo de la Presidencia y algunas pertenencias oficiales. Estallaban de golpe los odios y rencores que sus enemigos disimularon mientras ocupó la Presidencia. Céspedes, sin dejarse humillar, daba la respuesta oportuna a cada insolencia, a cada injuria.
Le arrebatan la Presidencia en una sesión de la Cámara que se preparó de antemano y se ensayó como una obra de teatro y en la que hubo rejuegos, trampas y falacias leguleyas, y el vencido, afirma el historiador Rafael Acosta de Arriba, «no alzó su voz para reclamar, disentir o siquiera protestar».
Escribe Céspedes al respecto: «Es verdad que el acuerdo de la Cámara adolece de nulidad, pero no me toca a mí ventilar esa cuestión». Apunta más adelante: «En esta coyuntura, ¿qué debía hacer yo? Obedecer a lo dispuesto por uno de los artículos de nuestra Constitución que faculta a la Cámara para deponer libremente al Presidente». Dice a su esposa, y sus palabras dan en su justa medida el sentido de su apego a la legalidad: «En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia».
De su aplomo, da prueba esta anécdota. En el campamento de la Somanta fue notificado Céspedes del acuerdo de la Cámara, acuerdo que ya conocía. Se dice que el oficial que le llevó la destitución lo encontró almorzando, sentado ante una tosca mesa. Céspedes tomó el sobre y sin abrirlo lo colocó al lado de su plato. El recadero, temiendo que sufriera algún percance si lo leía después de haber comido, lo instó tímidamente a que se enterase de la comunicación que le había traído. Céspedes dijo entonces: Joven, siéntese a compartir mi comida y así podrá decir en el día de mañana que almorzó con un Presidente. Si me doy por enterado ahora del contenido del mensaje, no será posible, pues ya no seré Presidente.
Cómo lo vieron
«Era impertérrito: ningún revés se le imponía; ningún peligro le alteraba el semblante, ni le afectaba sus distinguidos modales», dijo Miguel Anastasio Aguilera, primo de Francisco Vicente, que lo conoció en Bayamo y sirvió bajo sus órdenes durante la contienda. Precisa: «No se quejaba de sus dolores físicos ni morales».
Hizo Aguilera el retrato escrito del hombre del 10 de Octubre: «Era de pequeña estatura; aunque robusto, bien proporcionado, de fuerte constitución y rápido en sus movimientos. En su juventud fue muy elegante, bien parecido y de simpática figura. Se distinguía mucho en el baile y la equitación; era esgrimista y gimnasta y se citaba como perito en el juego de ajedrez. Tenía un valor personal a toda prueba, acreditado en diversas circunstancias de su vida».
Prosigue Aguilera en su artículo escrito en México y publicado en París poco después de la muerte del prócer: «Era hombre de gran imaginación, astuto, disimulado, severo, cortés y agradable en el trato social, tolerante por cálculo. Poseía una fuerza de voluntad indomable, y era sobremanera galante y delicado con el bello sexo».
Fernando Figueredo, que lo conoció y lo admiró de niño y fue, desde la toma de Bayamo, su ayudante y secretario, exaltaba la afición de Céspedes por la poesía y su devoción por los clásicos que recitaba también en francés y en italiano. Era un orador elocuente, temido por el desbordamiento de sus intencionados y contundentes razonamientos. Expresa Figueredo: «Se le escuchaba siempre con agrado; su palabra era pausada, sobria y su pronunciación castiza… Poseía la bella cualidad de tener una memoria privilegiada.
«Aún en los momentos más aciagos y difíciles siempre se conservó limpio, extremadamente aseado, con su cara perfectamente rasurada. Se afeitaba todos los días y es un hecho que ese hombre singular no perdió nunca, jamás, el refinamiento de sus maneras, y lo exquisito de sus modales. En medio de las más azarosas situaciones fue siempre cortés, galante, fino, culto y ceremonioso».
Remata Figueredo su testimonio: «Era un verdadero carácter, un hombre que, aunque pequeño de cuerpo, sobresalía siempre por encima de cuantos pudieran rodearle… Estaba fabricado de la madera de los libertadores, en su ser anidaba un corazón con latidos de héroe».
El día que lo iban a matar
Durante sus días finales, Céspedes llevó una vida metódica y sencilla. En San Lorenzo, en la Sierra Maestra, el «Presidente Viejo», como le llamaban, tomaba su baño diario y almorzaba a las 10:00 de la mañana. El ajedrez era su entretenimiento preferido y enseñaba a leer y a escribir a dos niños de la zona, a los que instruía además en el arte de la declamación. Recibía visitas y gustaba de hacerlas. Los cinco años pasados en campaña no le habían hecho perder sus modales de hombre de mundo y su conversación era exquisita.
El 27 de febrero de 1874, el día en que lo iban a matar, Céspedes, como si supiera que aquella sería una jornada trascendental, viste con una elegancia poco común, paradójica dada la rusticidad del ambiente circundante. En la anotación que ese día hace en su Diario, deja en blanco y negro su opinión sobre sus enemigos (Estrada Palma, Spotorno, Marcos García, Cisneros Betancourt) y lo hace, dice, «por lo que importar pueda en adelante». Almuerza y juega una partida de ajedrez con José Lacret, prefecto de San Lorenzo, pasa a tomar café, como era su costumbre, con las hermanas Beatón, y se traslada enseguida a la casa de Francisca Rodríguez, con cuya hija Panchita tiene amores.
Está con su amante cuando una niña que pide sal, avisa de la presencia española en el caserío. Corre Céspedes, revólver en mano, en busca de un farallón por el que piensa despeñarse en el intento de librarse del enemigo. Pero los soldados no le dan tiempo; se le enciman en cuanto lo ven salir de la casa de Panchita. Unos 300 metros separan a Céspedes del barranco. Con 55 años de edad y casi ciego, el Padre de la Patria tiene las de perder en aquella carrera. Sus perseguidores acortan la distancia. Céspedes, cerca ya del abismo, se vuelve y dispara. Corre de nuevo y al borde de la sima dispara sobre el enemigo más cercano, el sargento González Ferrer. Dispara también el sargento a boca tocante y el hombre del 10 de Octubre cae al vacío.
Para sacarlo de la furnia, los españoles atan el cadáver con una soga y lo arrastran hasta la presencia de Panchita. Ella, que espera un hijo de Céspedes, con gritos de desesperación y en la mayor angustia, exclama: «¡Ese es el Presidente! ¡Han muerto al Presidente!».
NOTA EDITORIAL:
Este artículo de Ciro Bianchi apareció publicado en el periódico Juventud Rebelde, el sábado 9 de octubre de 2021.