De vista fija
Por: Ciro Bianchi.
El tenor español Plácido Domingo y el cantante boricua Daniel Santos, el inquieto anacobero, como se le llamó, fueron huéspedes del Gran Hotel de La Habana, establecimiento que sentaba su promoción en su oferta de “cien habitaciones con baño” y que por su cercanía al Capitolio, el Diario de la Marina, y el teatro Martí, gozó de una singular y animada vida social.
Plácido Domingo, que vino a Cuba en compañía de sus padres contratados para hacer presentaciones en el teatro Payret, tenía entonces seis años de edad; en tanto que el artista puertorriqueño se alojó en el Gran Hotel, en los días de su contrato con la RHC Cadena Azul, de Amado Trinidad. Eran los tiempos en que el roof garden de ese establecimiento hotelero, competía con el del Hotel Plaza y populares orquestas amenizaban sus veladas.
Fueron, asimismo, huéspedes del Gran Hotel, los actores Enrique Borrás y Ernesto Vilches. También integrantes de la compañía del bataclán de París, que hizo presentaciones en el Teatro Nacional de Prado y San Rafael. En 1930, María Cervantes con su piano se hacía aplaudir, noche a noche, en el vestíbulo de esta instalación de Teniente Rey y Zulueta.
Era la época en que los viajeros que llegaban a La Habana en los expresos del Diario de la Marina tenían derecho a disfrutar, gratis, de una noche de alojamiento en el hotel.
Decía el anuncio:
«Viaje rápido y seguro Habana-Santa Clara por los expresos del Diario de la Marina:
«Salidas del Diario de la Marina (por Prado) dos de la mañana y ocho de la noche. Salidas de Santa Clara (café El Artesano) ocho y nueve de la mañana y seis de la tarde.
«Los viajeros que se valgan de dicho expreso para venir a La Habana, disfrutarán de alojamiento gratis por una noche en el Gran Hotel, siempre que contraten dos noches o más de alojamiento».
Vacas y perros en La Rampa
Hubo, en lo que hoy es La Rampa habanera, una vaquería. Con el nombre de Los Hoyos, se hallaba en lo que andando el tiempo sería la calle P entre 23 y 25, justo en uno de los sumideros que caracterizaban la zona, y donde además se pretendió establecer una plaza de toros.
Frente, por 23, se erigió el edificio de Habana Autos, empresa distribuidora de automóviles, en el espacio que ocupa el Ministerio de Trabajo (y de Agricultura hasta poco después de 1959). Fue el primer edificio que se construyó en la zona, seguido por el cinódromo, en el lugar de la vaquería, y donde al cabo abriría sus puertas el lujoso cabaré Montmartre y, cerrado éste, el restaurante Moscú, destruido por un incendio. El tercer inmueble del área fue el edificio Alaska, en 23 y M. Se inauguró en 1930 y fue demolido a comienzos de la actual centuria para dejar su espacio a un parqueo de automóviles.
El polvorín
En la página dedicada al mercado de El Polvorín, aparecida el pasado 20 de marzo, decía el escribidor no haber encontrado referencia alguna acerca del porqué de ese nombre. Precisaba que el historiador Emilio Roig no la consignaba, ni tampoco lo hacía ninguno de los cronistas consultados, y no faltaba quien expresara que no existía razón alguna para tal nombre, criterio que no compartía el autor de esta página, que era de la opinión de que sí debe mediar una razón que lo justifique.
Existe. Claro que existe. Me dice el amigo Gerardo Hernández, especialista de la Casa de las Américas, que, motivado por el tema, buscó un «mapa» de las murallas habaneras y encontró que en las inmediaciones del lugar donde se erigió el mercado existió el baluarte llamado de la pólvora. De ahí, es de imaginar, el polvorín.
Tragedia inenarrable
Por cierto, de la explosión del polvorín, no éste de la muralla, sino del polvorín de la Marina, habla en detalle Antonio de las Barras en su La Habana a mediados del siglo XIX, libro poco conocido, y del que el escribidor reprodujo un largo fragmento en su libro La Habana: ciudad contada, recién publicado con el sello de la Editorial Arte y Literatura.
Refiere De las Barras que el 29 de septiembre de 1858, sobre las 4:30 de la tarde, acababa de sentarse a la mesa cuando sintió una detonación espantosa que estremeció la casa y que provocó que sus puertas y ventanas se abrieran y cerraran con violencia. De inicio pensó en un terremoto. Con esa idea subió a la azotea y vio que hacia el sur de la ciudad se alzaba una gran nube de humo, con lo que imaginó de pronto que había volado el castillo de Atarés.
Presto salió a la calle y se dirigió en una volanta al Arsenal (hoy Estación Central de Ferrocarriles) y de ahí, en guadaño, embarcación pequeña y alargada, de remos y techo semicircular que se utilizaba para el transporte de pasajeros entre La Habana, Regla y Casablanca, llegó al lugar del siniestro. El espectáculo era, sencillamente, espantoso. Se topó de inicio con 36 cadáveres mutilados sacados de las ruinas de los Almacenes de Hacendados. Al ser derribados por la explosión, paredes y techumbre de ese edificio cayeron sobre unos 300 constructores que allí laboraban y dejaron un imponente montón de escombros y sillares calcinados, cubiertos de cenizas y maderas ennegrecidas.
Escribe De las Barras: «El polvorín había desaparecido completamente, dejando en su lugar una excavación con un fondo fangoso, que prueba que volaron hasta los cimientos, así como el destacamento que lo guardaba, compuesto de 16 soldados y un sargento. Cómo sucedió, esto no ha sido posible averiguarlo, pues todos los que podían haber dado una razón desaparecieron. No sé exactamente los muertos que resultaron de esta catástrofe, pero seguramente pasaron de cientos».
Hubo daños considerables en los edificios más próximos, particularmente en el barrio de Jesús María y en la fábrica de gas, cuyos gasómetros fueron destruidos, con lo que la ciudad quedó a oscuras unas cuantas noches. Las puertas arrancadas y los cristales rotos fueron numerosos.
Precisa De las Barras que se quemaron en la explosión 1 026 quintales de pólvora de cañón, 200 000 cartuchos de fusil, y 1 563 granadas cargadas, que estallaron en el aire y causaron víctimas, así como estopines, cápsulas y otros explosivos.
Hombre al agua
Da cuenta por último, el autor, de un guardiamarina embarcado en un bergantín de guerra fondeado en la bahía que montaba guardia en la cubierta del buque y fue lanzado al agua por la violencia de la explosión. Tuvo la fortuna de que el bote de a bordo lo salvara del doble peligro de ahogarse o de ser pasto de los tiburones.
Un comerciante asturiano
No es mucho lo que se conoce acerca de Antonio de las Barras, modesto comerciante asturiano nacido en 1833. Llegó a La Habana, en viaje de negocios, en 1852 y permaneció aquí hasta 1861. Escribió mucho, aunque no fue precisamente un escritor y sí un lector insaciable de libros de historia. Falleció en 1917 y, entre otras obras, dejó inédito su libro sobre La Habana, publicado a la postre por su hijo en 1925.
NOTA EDITORIAL:
Esta crónica de Ciro Bianchi apareció publicada en Juventud Rebelde, el sábado 2 de abril de 2022.