Addio: carissima Carla
Por: Miguel Cabrera.
La triste noticia ha consternado al mundo de la danza: falleció en Roma, este 27 de mayo, la bailarina italiana Carla Fracci, una de las más célebres figuras de la danza escénica mundial, víctima de cáncer, a los 84 años de edad.
Para el ballet cubano su muerte significa, además, la pérdida de una antigua y gran amiga, que nos regaló su arte durante sus visitas como estrella invitada a los Festivales Internacionales de Ballet de La Habana, a partir de 1974.
Carla Fracci venía precedida de una enorme fama como bailarina y también de diva difícil, de muy fuerte carácter y no fácil para establecer relaciones amistosas con ella. Llegó temprano a la sede del Ballet Nacional de Cuba, elegantemente vestida con un traje de velo de lana blanca, color con el que siempre volveríamos a verla en sus tres visitas posteriores. La acompañaban el inolvidable Paolo Bortoluzzi, su partenaire en esa ocasión; el coreógrafo Loris Gai y el fotógrafo Dino Jarach, ambos muy ligados a su trayectoria artística. Recuerdo cuánta impresión me causó ver de cerca su bello rostro, de blanca piel, en el que resaltaban unos penetrantes ojos oscuros y un pelo negro, que en fino ángulo agudo dividía su frente. Pasó a entrevistarse con Fernando Alonso, entonces director general de la Compañía y de inmediato preguntó por Alicia, quien se encontraba en París, realizando el montaje de su versión de La bella durmiente, para el Ballet de la Ópera. Se decidió que bailaría Giselle y los pas de deux de La sílfide (que se anunció en el programa como La Sílfide y el escocés) y La cenicienta, aunque un halo de incertidumbre prevaleció en la conversación, ya que ella se quejaba de una quemadura que le habían hecho en el talón de Aquiles, poco antes de partir de Italia. Paolo, que hablaba perfectamente el español, me dijo que la irritación de Carla se debía no tanto a esa lastimadura como al hecho de que su nuevo traje para La sílfide, tan importante para su encarnación de la etérea criatura, la modista lo había confeccionado erróneamente, invirtiendo el orden de la falda. Trasmití ese comentario a Fernando y me encomendaron llevarla a nuestro departamento de guardarropía, donde la inolvidable Nina Manduley resolvió rápidamente el problema. En ese momento nació mi linda amistad con Carla.
De inmediato comenzaron sus ensayos, siempre en el Salón Azul, en la parte alta de nuestra sede. Los pas de deux contaban con la presencia del director de orquesta Enrique Castro, con quien los tiempos musicales debían ser ajustados. Las sesiones de trabajo se fueron haciendo cada vez más complejas, especialmente con la partitura de Prokofiev para La Cenicienta, ya que los conocimientos musicales de Carla la ponían en contradicción con los puntos de vista del director. La recuerdo viniendo una y otra vez al piano a tararearle las notas, aplacando el disgusto que sentía, enrollándose constantemente en el cuello, y de manera furiosa, una estola de lana gris.
Su debut se produjo el 15 de noviembre de 1974 en la Sala García Lorca, del hoy Gran Teatro de La Habana, con el pas de deux de La sílfide, en una versión de Harald Lander, sobre la original de Augusto Bournonville, que constituía un estreno absoluto en nuestro país. Al abrirse la cortina una especie de magia cubrió el escenario, como si sobre él se hubiese posado una nube de plata y rosa, porque esa ilusión de color fue lo que apareció ante nosotros. A la derecha, sentado sobre una pilastra, con su traje de escocés, Bortoluzzi encarnaba un gallardo James, hechizado prontamente por la etérea criatura que apareció y se desplazó sobre el escenario como si este no existiera. Tanto el adagio como las variaciones y la coda, fueron un regalo a los ojos y al corazón. Su total dominio del estilo romántico, la manera en que utilizaba el tul del traje para acentuar su etereidad, es algo que nunca hemos olvidado los que tuvimos el privilegio de verla.
Al día siguiente llegaría su esperada Giselle, también acompañada por Paolo. Durante algunos días había trabajado disciplinadamente bajo la guía del maestro Fernando Alonso, con quien ajustó su interpretación personal a las demandas de la versión coreográfica de Alicia. Ella venía precedida de una gran fama en ese rol, la que había consolidado tras la filmación hecha en 1969 con el American Ballet Theatre y el danés Erik Bruhn como Albrecht. Viéndole cada ensayo comprobamos la certeza del juicio del gran coreógrafo inglés Antony Tudor, cuando al definir el alto profesionalismo de la italiana afirmó en su ríspida manera: “She knows very well her bussisness” (Ella sabe muy bien lo que hace). Fue una frase que quedó para la historia.
Hay dos anécdotas de esa Giselle suya en La Habana de las que fui testigo. La primera fue al pedir a un joven del cuerpo de baile para que chocara con ella y así justificar una acción dramatúrgica durante la escena de la locura del primer acto. Durante la función el bailarín, no acostumbrado a esa novedad en la puesta escénica cubana, olvidó hacer el contacto con Carla y ella, de espalda al público, ya enloquecida, preguntó en inglés al cuerpo de baile: “Where is the boy?” (Dónde está el muchacho). De esa situación nunca se percató el público, pero quedó en la memoria de todos los integrantes de la compañía, como prueba de su rigor y de las complejidades que podrían darse con la diva italiana sobre un escenario.
La otra ocurrió cuando al terminar la función el venerable Justo Díaz, jefe del Departamento de música del BNC, me pidió que lo acompañara a él y al maestro Castro para saludar a la Fracci. Justo, con sus finos modales de siempre, tocó a la puerta del camerino en la planta alta del teatro y dijo: “Carla, el maestro quiere saludarla”, y de pronto se oyó, casi como en un grito: “no quiero verlo, él no es director, es un asesino”. La puerta nunca se abrió y nosotros tres, perplejos, bajamos las escaleras sin decir una sola palabra.
No volví a ver a Carla hasta un lustro después y fue de la manera menos esperada. En febrero de 1979 viajé a Budapest con una delegación del Ballet Nacional de Cuba, encabezada por las primeras bailarinas Josefina Méndez y Aurora Bosch, para participar en el Interballet, un Festival Coreográfico de los países del campo socialista, que luego fue conocido como el CAME del ballet, haciendo una jocosa alusión a la sigla de la Comisión de Ayuda Mutua Económica, entidad que promovía los lazos de cooperación entre esos países a la cual pertenecía Cuba. La noche del debut, al dirigirme al escenario del Teatro de la Opereta, donde actuarían nuestros bailarines, justo en la puerta de un palco que daba al pasillo, vi parada a una dama cubierta por un largo y elegante abrigo blanco. Al pasar quedé sorprendido al ver a Carla, quien me saludó de manera muy amable, dejándome con el asombro de que después de tanto tiempo hubiera sido capaz de reconocerme. Esa noche supe después que ella había sido centro de una polémica discusión con el personal que atendía la sala por negarse a dejar su costoso abrigo de armiño en el guardarropía del teatro. Sin dudas, ella seguía siendo “la Fracci”.
Pasarían 24 años para tenerla nuevamente entre nosotros. Durante todo ese tiempo su fama había seguido creciendo, tanto en Italia como en el resto del mundo, especialmente por los numerosos espectáculos organizados por su esposo, el famoso y polémico empresario Beppe Menegati, y las Galas “La era romántica”, donde compartió la escena con otras celebridades del ballet, entre ellas Alicia Alonso, con quien estableció desde entonces una estrecha amistad.
En 1998 llegó invitada al 11 Festival Internacional de Ballet y el solo anuncio de su arribo acaparó la atención de todos e hizo revivir el recuerdo de su arte exquisito. La noche del 3 de noviembre conmovió profundamente al público que colmó la Sala García Lorca, al interpretar Cuatro danzas fatales para Isadora, un impresionante solo creado para ella por los coreógrafos Willicent Hodson y Kenneth Archer, con música de Beethoven, Grieg y Schubert, ejecutada en vivo por el pianista italiano Francisco Sodini. Con su túnica blanca y un chal rojo revivió a la pionera de la danza moderna norteamericana, solamente con pasos esenciales y una carga dramática que tomaba clímax cuando, tras exclamar “Tovarich”, se desplazaba sobre la escena a los acordes de “La Marsellesa”. El público estalló en un aplauso cerrado, que no cesó hasta el cierre de la cortina luego de numerosos saludos. Dos días después tendríamos el privilegio de verla como la muchacha de El espectro de la rosa, de Fokine, acompañada por el joven bailarín cubano Nelson Madrigal. El impacto de sus actuaciones se hizo evidente al otorgársele el Premio del Gran Teatro de La Habana correspondiente a ese año, por un jurado presidido por Alicia Alonso y del cual tuve el honor de ser parte. Ella no pudo venir a recogerlo pero nos envió una bella y emotiva carta, que fue leída en la Gala del 1ro de enero de 1999, ocasión en que tradicionalmente se entrega ese premio, donde patentizaba su amor por Alicia, nuestro Ballet Nacional y el público cubano.
Aunque seguía siendo invitada a cada nuevo festival, sus numerosos compromisos artísticos la alejaron de nosotros durante seis años. En el 2004 hizo su tercera visita acompañada por los bailarines Mario Marozzi, Fabio Grossi y los hermanos Damiano y Paolo Mongali, de la Opera de Roma, entidad artística que dirigía por entonces. En esa visita nos regaló dos nuevas obras de su repertorio: Lady Macbeth sonámbula, el 2 de noviembre, coreografía del belga Luc Bouy donde su recia personalidad dio vida al trágico personaje shakespereano; y dos días después Kurt Weill Tango, una obra desigual, del coreógrafo Mario Razza, que nos la mostró en una frívola faceta que desconcertó al público.
En el 20 Festival, en el 2006, acompañada de Menegatti volvió para ser centro de un hecho memorable: el estreno mundial de Desnuda luz del amor, un ballet creado especialmente para ella por Alicia Alonso como testimonio de la mutua admiración existente entre ambas. Ella llegó con poco tiempo para los ensayos y en ellos estuvo bastante tensa con sus partenaires: Tara Domitro, Javier Torres y Víctor Gili, quienes encarnaban los tres grandes amores de una mujer que, en un diván, revive las páginas del libro de su vida. Al concluir la función, Alicia, en gesto hermoso, fue a saludarla al propio escenario del Lorca y cuando fui a buscarla ya estaba Carla en su camerino, en la segunda planta, después de haber evadido velozmente a varios periodistas que querían entrevistarla. Toqué a la puerta y apareció desmaquillada y sudorosa, vestida con un traje deportivo, y cuando le expliqué por qué estaba allí bajó las escaleras conmigo casi corriendo y se fundió con Alicia en un apretado abrazo, dándole las gracias por lo que consideraba había sido un inolvidable regalo artístico. La evocadora coreografía de la Alonso, unida a la bella música de Ernest Chausson y a los finos diseños de Reymena, dejó esa noche del 4 de noviembre la última visión de la diva italiana sobre un escenario cubano. Al día siguiente tuve un encuentro especial con Carla, que es uno de los más cálidos que recuerdo. Como parte de las actividades colaterales del Festival organizamos en el Museo Nacional de Bellas Artes un evento que se tituló “La voz de la memoria” y estaba destinado a recoger diálogos y encuentros con tres figuras muy relevantes: la cubana Alicia Alonso, que no llegó a hacerse, el francés Jean Babilée y la italiana Carla Fracci. Por mi larga relación con esta última fui el encargado de realizar su entrevista. Nunca olvidaré la manera hermosa en que fluyó nuestra conversación y el ambiente cálido y amistoso que prevaleció de principio a fin, sin que la intimidad fuese turbada por la cámara que nos filmaba. Hablamos de Milán, ciudad donde había nacido el 20 de agosto de 1936, de sus inicios en la danza en el histórico templo de la Scala, su primer gran triunfo como la Cerrito, en el Grand pas de quatre del Festival de Nervi, en 1957 y su posterior carrera internacional. Pero lo que más me impresionó fue cuando me habló de su infancia milanesa, como hija de un humilde conductor de tranvías, de las personas generosas que la ayudaron en su despegue artístico y de su familia, especialmente de su esposo Menegati y de su hijo Franccesco, nacido en 1968. Ella, con su tradicional atuendo blanco, y yo de negro, hacíamos un gran contraste sentados en unos bellos butacones de mimbre, colocados en el pequeño escenario del Teatro del Museo. En un momento en que se proyectaban fragmentos fílmicos de sus bailables me dijo: “¿oyes esa música?, estoy haciendo los foutées de Excelsior”. Supe enseguida por qué me lo decía. Quería patentizarme que ella no solo se había destacado por las exquisiteces de su estilo, de sus poses románticas y clásicas, sino también por momentos de bravura técnica. Al finalizar le entregué un ramo de rosas blancas y nos tomamos de la mano. Fue una tarde inolvidable. Esa página hermosa, de guardar para la historia su valioso testimonio tuvo un triste final. El director del programa, de manera insensible e irresponsable, extravió para siempre los casetes del video que nos grabaron. Espero que la historia no lo absuelva jamás de semejante crimen.
Dos días después, Rafael Purón, su siempre solícito y eficiente traductor cubano, llegó a mi casa. “Acabo de despedir a Carla en el aeropuerto y me dio esto para ti” —me dijo mientras ponía en mi mano un fino estuche. Al abrirlo encontré dentro de él una medalla con el perfil de la diva italiana grabado a relieve. Sobre la seda gris del forro estaba escrito en tinta azul: “Al caro Miguel tantegrazie e tanto affetto”. Supe después que había dejado otra para Alicia, solamente esas dos. No tengo que explicar qué valor tiene ese fino detalle en mi vida dentro del ballet.
En esta hora de triste adiós solo me resta decirle: Gracias querida Carla, por el arte que diste a los cubanos y por la cálida amistad que nos unió por casi medio siglo.
Fuente: La Jiribilla